domingo, 21 de marzo de 2010

¿Que espanto?


¿Qué espanto?
Ángeles Mastretta ( Ver todos sus artículos )

Hay otros mundos afuera de la espiral que nos perturba. Y muchos de esos mundos tienen dificultades y esperanzas que convierten las nuestras en asuntos menores. A diario nos espanta el espanto. ¿Y qué hacemos? Temer. Vemos en los periódicos y la televisión las sombras de los delincuentes. Se adueñan de nuestras noches. Y ni modo de apagar las noticias, de negarse a todo esto que nos tiene en vilo. Según muchos, este nuestro país quiere romperse a diario y según casi toda la información no parece tener remedio. Y uno empieza a creerlo cuando escucha a las madres de los secuestradores, justificándolos. Y uno vuelve a pensarlo cuando ve a los hijos de un criminal entrar al negocio sin más credo ni reparo que el de seguir el ejemplo de sus mayores. 

No parece tener remedio y uno lo cree otra vez cuando oye a un delincuente que presume de serlo o cuando un asesino más mira a las cámaras como si no trajera en el espíritu ninguna memoria, mucho menos un remordimiento, ni siquiera la leve impronta de lo que hizo. 

Los periodistas y los escritores creemos que nuestro trabajo es mirar, dar testimonio. De preferencia, y como sin remedio, contar el horror. Y en eso nos vamos quedando. Y de sentir espanto, pasamos a espantar. 

Se nos olvida con tanto temer, atestiguar la esperanza y el trabajo de quienes en vez de asirse al miedo lo exorcizan con su diario vivir y su certeza de que el mundo no se enmienda de golpe. El mundo se va cuidando, se zurce, se le acompaña y, sobre todo, se lidia con él, porque es el único que tenemos. 

Hay mucha gente en nuestro país que sigue andando a pesar del pillaje, el autoritarismo, la maltratada democracia y la lluvia como un acertijo fuera de sitio, sin detenerse un instante en la queja, la autocompasión o el miedo. 

A mí esta certidumbre me toma el día cuando escucho a Virginia, especialista lo mismo en destorcer una espalda que en dirimir las nimiedades de sus clientes, mientras describe algún episodio de su interminable serie de cuentas y cuentos. Virginia es una conversadora natural, que no se da tregua. Su terapia muscular incluye siempre una historia. Y muchas veces una lección.
espanto
i este país fuera como debería ser, Virginia tendría un doctorado en la mejor universidad del mundo, porque es lista como el profesor Obama. Se le ve desde la primera vez que uno habla con ella. Sólo estudió hasta cuarto de primaria, pero no parece creíble, porque desmenuza la realidad como si fuera una pechuga. Y la juzga, la enfrenta, la digiere con una naturalidad pasmosa. Es implacable y desconoce la piedad gratuita. Es muy buena lectora. Lo que le vaya regalando su clientela se lo bebe mientras anda en el Metro o camina sobre la cuerda floja del transporte público. Y de todo entiende, porque así como sabe contar historias, sabe oírlas. 

Tiene una personalidad atravesada de proezas sin reclamos y va con ella por el mundo ganándose el derecho a vivir en paz o en guerra, según le dicten su conciencia o su fantasía. Casi no fue a la escuela, pero tiene la mente racional y clarísima de un filósofo cartesiano. Aún así, cree en Dios, en Jesucristo su único hijo y en todas esas cosas que es tan difícil creer. 

Empezó a trabajar desde muy niña. Primero ayudando en la casa a su madre que paría hijos sin resistirse a los embates de una vida conyugal injusta desde donde se la mirara: ni se diga los ojos de su hija que creció contando sus embarazos y ayudándola a lavar pañales. Después, cuando dejó la escuela, a los nueve años, levantándose al llamado de su padre para ir a limpiar un edificio de oficinas. “Yo recogía los ceniceros, juntaba la basura de los cestos, y hacía lo que mi papá fuera pidiendo. Íbamos yo y mi hermana”, dice y empieza la historia de uno de sus días. Limpiaban todos los pisos de un edificio en la calle de Insurgentes. Cuando terminaban, como a las nueve de la mañana, su papá las ponía en un camión de regreso a su casa. Antes pasaban a Sanborns donde les regalaban un costal de comida sobrante que ellas llevaban hasta el cuarto en que vivían para dárselo de comer al cerdo que su madre criaba en el patio. “Mi papá nos lo dejaba arriba del camión y cuando llegábamos a la parada lo empujábamos a la puerta. Desde allí era cosa de aventarlo a la calle y luego arrastrarlo como podíamos”. Vivían en un terreno que su papá habían comprado, por lo que costaban dos puercos, en ciudad Nezahualcóyotl. Aquel rumbo era entonces un terregal intransitable, no había luz, ni agua, ni pavimento. Cuando llovía se inundaba la casa y cuando no, se ahogaban en polvo. “Ahora mi mamá tiene allí una casa de dos pisos, con todo. Y como se la hicimos bien, llueva lo que llueva el agua no le entra”. 

Hace más de veinte años que Virginia destraba los nudos de mi espalda. Y como cada vez tengo menos, mientras lo hace va trabando sus historias en mi vida. Conozco a su gente, a sus nombres, su ir y venir, su penar, su desvivirse. Todo un mundo de nombres, casas, pueblos, familias ha puesto a caminar en mi cabeza. Yo le pregunto por ellos, como si los conociera, y ella de ellos me cuenta tan bien que cuando los conozco o me enseña una foto, puedo ponerles nombres a sus caras. Adivino cuál es su hermana Trini, quién Mari Tomates, su abandonada sobrina, doña Locha, su suegra, Valentín su cuñado que hace pizzas en Nueva York, Marcos su sobrino que puso un café internet, Dori su vecina, la del marido meón, su amiga Irma, que vive en Los Ángeles, casada con un italo-americano que es muy guerrista, pero le compartió la nacionalidad, su cuñada Marina, que mata un chivo cada vez que la visitan, y su concuña Lola que no les quiere devolver un terreno en el pueblo, porque de tanto cuidarlo ya creyó que es suyo y no hay quien de ahí la mueva. “¿Para qué le voy a echar pleito?”. Por supuesto conozco a su marido y a sus hijos y con la mente acudo a las fiestas de cumpleaños de sus nietos, como acudí a los matrimonios de sus hijos. ¿Cuál miedo? Virginia está acostumbrada, como tantos, a mirar sin terror todo tipo de historias y por muchas de ellas pasa el tamiz de su voz y las rehace. No la espanta el espanto. No se aflige. 

Tantos pensando que ya no existe un lugar desde el cual puedan verse las estrellas. A ratos inseguros de que existan unas estrellas que no alumbren el cielo de quienes nos espantan. Y ella bravía.

¿Qué noticia hay en el bien? ¿Quién puede hacer literatura con la felicidad? Además —parece que decimos—, no abunda el bien, y la felicidad es un vicio de los tercos. Un vicio, por ejemplo, de Virginia. Porque hay quienes tienen esperanza, quienes salen al paso de la penas y aunque no hayan leído la sentencia de Scott Fitzgerald saben, sin mayor teoría, que si el mundo no tiene remedio, para remediar nuestra vida tenemos que mantener con nosotros la certeza de que sí lo tiene. 

—Señora —me dijo hace poco—, ¿vio usted ayer con Joaquín al muchacho que mientras andaba entre los charcos de mugre decía que iban a salir adelante como hicieron hace diez años? Hay gente que con todo puede. ¿Vio usted a sus niños? ¿Y su casa, toda llena de charcos y lodo? Pues así era la nuestra. Y así andaba mi papá, en la pepena, primero. Luego donde fuera. La esposa igualita a mi mamá, con tres chamacos a los veinte años. Y riéndose en la tele. Por eso yo sí le creo que vayan a salir. Como sí salimos nosotros. Con todo y que ahora, con tanto maleante. Aunque ni se crea, rateros ha habido siempre. A nosotros una vez hasta la marrana nos llevaron. 

—Ahora está más difícil, ¿no crees Vicky?
—No sé, señora. ¿Vio a los niños? Traían zapatos. Nosotros ni cuándo. Y aquí andamos, vivitos y contentos —sentencia y me deja mirando unas estrellas imaginarias. ¿Cuál espanto me espanta? ¿Con qué derecho? 

Ángeles Mastretta
. Escritora. Autora de MaridosMujeres de ojos grandes yArráncame la vida.

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